Durante casi la mitad de mi vida he trabajado en el sector tecnológico, y un periodo de veinte años ofrece bastantes momentos para reflexionar sobre qué es lo que aporta la disciplina que te está dando de comer.
Hacerlo incluso debería ser una obligación moral.
Hasta la popularización de la tecnología la totalidad de los bienes que ansiábamos eran físicos, materialmente masivos: desde un balón a una bicicleta, de un libro a un coche, de una hamburguesa a una casa. Los ejemplos son infinitos. Lo que deseabas suponía poseer una cantidad de materia, y dado que esta es finita, eso te hacía propietario de un pedazo de la masa terrestre. Ese trocito era tuyo y de nadie más.
Ser propietario supone que puedes usarlo una y otra vez, mientras lo permita su desgaste, lo que de alguna forma te implica en su mantenimiento y te incentiva a extender su vida útil, porque eso mejora el retorno del precio que tuviste que pagar. Y también supone que puedes usarlo a tu voluntad, cuando y cómo tu decidas (sí, hasta ciertos puntos normativos y regulatorios, que tu libertad acaba donde empieza la del otro dice el Estado)
Pero la tecnología lo cambió todo. De repente los bienes que ansiábamos no eran materialmente masivos. Una canción, una película, un videojuego, un post en una red social… ocupan algunos bytes en algún disco duro, y eso son algunos átomos aquí o allí, pero nada que ver con la masa de una bicicleta. Y además esos bienes eran fáciles y baratos de replicar: una vez creado un activo digital puede ser consumido por una cantidad prácticamente infinita de personas, con apenas mantenimiento.
El mundo digital es un mundo de abundancia, donde crear, escalar, replicar, compartir… es prácticamente infinito y solamente limitado por las leyes y normas que nos ponemos.
Esto implica que mientras un activo físico requiere de una barrera de entrada (los balones y las hamburguesas son finitos y escasos, por no hablar de las casas), acceder a activos digitales es tremendamente sencillo y barato.
Si a esto le sumamos que el modelo de negocio de muchos de los operadores de activos digitales está relacionado con la publicidad, como consumidor ni siquiera vas a tener que desembolsar dinero para acceder a ello, lo que promueve aún más su uso. Tener una vida digital, prácticamente ausente de activos físicos, se configura como una alternativa muy accesible y tentadora (nunca del todo digital, pues puedes sustituir tu libro físico por una suscripción digital, pero las hamburguesas no puedes cambiarlas por bytes)
El asunto es que esta misma naturaleza tecnológica ha facilitado que el modelo por el que accedemos a estos bienes sea el de servicio, cuya definición es «forma de provisión de valor sin que el cliente tome parte en los costes y riesgos de propiedad». Y más aún, el modelo de servicios ha terminado derivando en las suscripciones. Para todo. Pago por tener acceso momentáneo a un activo que no se consume. ¿Se podría decir que soy propietario de algo en ese caso? Definitivamente, no. No me hago responsable de la parte desagradable de ser propietario, los costes y los riesgos… pero a cambio renuncio a las ventajas de serlo, que empiezan por ser consciente de que lo soy, y asumo los costes y riesgos de no serlo. Por poner un ejemplo, será el operador quien decidirá cuando deja de darme el servicio, cambia su precio, las condiciones de acceso,…
No os perdáis “Common People”, quizás el mejor episodio de la distopía tecnológica Black Mirror… Y no nos hago más spoiler.
Hace unos días encontré por casualidad este hilo de Twitter, donde Shawn Chauhan se escandalizaba de que la suscripción de la suite de Adobe costase 60 USD/mes, lo que supone 7.200 USD en diez años, contra los 149 USD que costaba comprarla cuando, no hace tanto, esa posibilidad existía. Está claro que el autor simplifica mucho, que hay otros costes de operación, que un software con diez años de antigüedad no serviría de mucho… pero el orden de magnitud es representativo, y nos introduce al concepto de que en ningún momento de tu ciclo de vida como cliente serás propietario de nada.
No voy a entrar a juzgar el cortoplacismo, a fin de cuenta todos estamos de paso y cada uno lo sobrelleva como puede. Ni tampoco a valorar si la escasez nos llevó al cortoplacismo, o el cortoplacismo a la escasez. Pero piensa en un hipotético Estado que dejase de invertir en carreteras, activos sobre los que otros construyan, y se dedicase solo a pagar pensiones, es decir, atender aquello que se consume a corto plazo. ¿Qué crees que sucedería si nadie encontrase cimientos que le diesen ventaja y tuviese que empezar su vida desde cero, literalmente cada mes, con un cargo en su tarjeta? ¿Qué opción tiene una persona al inicio de su vida para acceder a bienes salvo consumir servicios, a menos que haya recibido como legado, digamos un físico, material y en propiedad, coche de segunda mano? ¿Qué crees que le sucedería a su forma de entender la vida y observar el mundo?
De forma inadvertida hemos cambiado una vida en la que íbamos acumulando pedazos de materia que podrían sobrevivirnos, por una vida en la que consumimos todo al disfrutarlo y nada queda después.
Cuando era niño esperaba varias semanas a que el agente del Círculo de Lectores (soy millenial, pero por los pelos) me trajese el siguiente volumen de la colección de Julio Verne. Era un acceso lentísimo y costosísimo en comparación con el modelo de acceso a bienes actual, pero tenía la ventaja de que no se consumía, y que podía hacer uso de esos libros cuando y como yo quisiese. La de veces que habré vuelto a revisitar La isla misteriosa, De la Tierra a la Luna o Los 500 millones de la Begún. Están ahí, para mí. Y no solo para mí.
Nunca tuve instinto paternal (creo que aun no lo tengo, pero lo que sí tengo son dos hijos. Mi mujer explica esto mucho mejor que yo), pero esos libros siempre los guardé en la esperanza de que a alguien, quien fuese que viniese después de mí, pudiesen hacerles disfrutar, abrirles la mente e inspirarles al menos una fracción de lo que supusieron para mi infancia.
Porque son activos físicos. Un pedazo de materia que tengo bajo mi propiedad, que supuso un caro acceso, de cuyo mantenimiento soy responsable, y cuyo uso puedo decidir.
Todas estas plataformas y activos efímeros de los que también soy consumidor no van a dejar nada tras de mí. Si hablamos de películas, hay muchas que al igual que esos libros de Julio Verne me gustaría legar a quienes vengan detrás de mí. Señalarles las enseñanzas que yo saqué para que ellos destilen las propias, o simplemente disfruten de una historia que es buena, porque de alguna forma he sido curador de contenidos. Sin embargo, hoy no podría compartirles Rebecca, una película de Hitchcock que a pesar de haber ganado el Óscar a mejor película y haber inventado un monísimo tipo de abrigo, no puedes encontrar en ninguna plataforma digital, como otras tantas más o menos populares.
Parte de mi interés por la inmobiliaria, que no resta un ápice de amor por la tecnología y lo mucho que ha dado a la Humanidad, proviene de mi deseo de construir un legado. Crear algo que me sobreviva. Que me recuerde que no soy lo más importante de este mundo, ni mucho menos lo único. Que el mundo no se acaba cuando yo cierro los ojos.
Cuando nos vamos de vacaciones familiares aprovechamos para analizar el mercado inmobiliario de la zona que visitamos (Nadie dijo que convivir conmigo sea una bicoca). Y a pesar de que mis hijos rezongan para que veamos menos inmuebles, siempre les hago venir con nosotros. Porque cada vez que les miro pienso que quizás no les pueda dejar una forma de ver The Abyss, Strange Days o Short Cuts, pero si puedo dejarles un pedacito de materia sobre el que ellos puedan construir la siguiente capa.
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